LA FLOR CLANDESTINA
Bucea, bucea el poeta en los túneles de sí, en el fuego y las cenizas del Universo, para arrancar una flor clandestina, esa flor que trae aparejada una mitad de luz, una mitad de sombra: la maldita bendición de sentir, de destapar las ollas de la infancia, de llegar a la zona donde se produce la conexión, donde un hombre es el otro. Y la unión se realiza en el dolor, en el desamparo de los hoteles donde acecha la Srta. Demacrada, en la imposibilidad de comunicación del viejo navegante, porque siente que lo único que justifica el viaje es “el viento en las orejas”, o en la desconfianza del señor observador, que teme tanto a sus semejantes que los vigila con antenas.
Este Universo duele, porque sonríe en su tristeza, como la espera de los vecinos, como el grito de la mandrágora – mitad hombre, mitad mujer – que es el quejido de la Humanidad, con su miedo constante a las transformaciones, pero con la posibilidad de florecer. Por eso la mirada del poeta es peligrosa, ya que no puede dejar de ir detrás de la “luz que lo enceguezca”, la luz que está en él mismo y en todos los hombres, detrás de cada máscara cuidadosamente dibujada. Y como las pieles de la cebolla, las máscaras caerán para mostrar la herida común.
Estos poemas recorren los laberintos sucesivos del infierno en busca de la inocencia, para rescatar una flor prohibida por su descarada blancura. Y este túnel irónico y a veces descarnado que llama sin piedad en cada corazón para hacerlo sentir, esta ternura secreta, este río que se interna en “el hueco en la palabra”, sin detenerse ante “el diente incrustado en los renglones”, esto, repito, es la poesía, que habla cuando todos callan, porque a nada se aferra, dejando atrás al “hombre de antifaz que se lleva las monedas” porque nació libre y mutable como “la forma estridente de la luna corando a contraluz su propio cuerpo”.
Que el dolor de las raíces arrancadas y estas flores mágicas, hijas del sufrimiento y el placer, se hagan carne en los ojos en esta travesía, donde grita la mandrágora para resquebrajar los rostros uniformes de la indiferencia.